Lamia, de John Keats

Para mí ha sido una gran satisfacción encontrarme en la librería, sin previo aviso, con esta Lamia de Keats (1795-1821), perdida en los estantes de la sección de poesía. Si la hubiera visto anunciada antes en internet, no hubiera tenido tanta gracia. La materialización de un deseo. Hace unos años la editorial Reino de Cordelia inició su coleccion de poesía con La víspera de Santa Inés, esa encantadora balada de Keats que narra los amores de Madeline y Porphyro. Ahora, alcanzado su número decimotercero, la colección «Los versos de Cordelia» vuelve a regalarnos con uno de los poemas más bellos del británico, Lamia (Lamia, Isabella, The Eve of St. Agnes and Other Poems, 1822), que hasta ahora sólo podíamos leer y releer traducido en el segundo volumen de la edición de Libros Río Nuevo. La exquisita versión de Luis Alberto de Cuenca y José Fernández Bueno (en alejandrinos y endecasílabos blancos) viene acompañada del texto original en lengua inglesa, así como de las atractivas ilustraciones, ya centenarias, de Will H. Low. Un breve prólogo, preparado por los traductores, traza las deudas del poema con la tradición clásica y moderna, e indaga en el significado de la obra. ¿Para cuándo la Christabel de Coleridge?

Las lamias son seres femeninos mitológicos, más bien monstruosos, de estirpe reptilesca, oriundos de la Antigüedad Clásica y emparentables, de alguna manera, con la figura del vampiro moderno, en cuanto devoradoras de niños o succionadoras de sangre. Sin embargo, serpientes y bellas muchachas no son, al menos literariamente, conceptos tan contrapuestos. Melusina, la Serpentina de Hoffmann, o la Oriana de Vernon Lee, entre otras muchas, lucen adorables sus coloridas manchas, bellos ojos y estilizada figura. Pocos elementos mórbidos o nocturnos hallaremos en la Lamia de Keats, una modesta divinidad convertida a su pesar en serpiente, que todo lo vive por sueños (virtualmente), y que recupera dolorosamente su feminidad gracias a la interesada intervención de Hermes. Como Orfeo, Lamia es capaz de hacer palidecer a las estrellas con su canto, pero también de renunciar a su inmortalidad por amor. Eso sí, aunque virgen, en las lides amorosas es astuta como una sierpe, y ejerce sobre el simplón y fatuo de Licio esa fascinación que sufren algunos pajarillos antes de ser engullidos. Inspirado indirectamente (ap. Robert Burton, Anatomía de la melancolía, 1621) en la Vida de Apolonio de Tiana, de Filóstrato (s. III d. C.), el poema no tiene, desde luego, nada de gótico. Se trata más bien de una fábula mitológica -con metamorfosis incluida-, exacerbada en las notas coloristas y sentimentales. El despertar final, que se nos impone a los lectores como un verdadero castigo, se aleja de ese mundo clásico idealizado y armónico. Al igual que en «La hija de Rapaccini», de Hawthorne, la intervención aparentemente bienintencionada (¿no será envidiosa?) del representante oficial de la razón y el saber, llámese professore Baglioni o instructor Apollonius, provoca el desastre. Cuando el sueño es demasiado feliz, la vigilia resulta insoportable.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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