Cartas a Kurt Wolff. Franz Kafka, traducción y edición de Roberto Vivero

Todo el mundo conoce el célebre dicho de que «los árboles no dejan ver el bosque». Esta sutil apreciación, que en su sentido literal no tiene nada de malo o extraño, cambia de color si la trasladamos del mundo natural al de las humanidades, donde no es raro que un exceso de celo erudito oscurezca más que aclare. Hablamos de un mal tal vez inevitable, responsable de que tantas tesis e investigaciones deban iniciar su andadura disolviendo esa dura roca denominada «estado de la cuestión». Esto sucede de manera aún más dramática en los estudios de historia literaria, que en ocasiones se acumulan sobre el autor analizado a modo de estratos, hasta el punto de sepultarlo casi por completo. Bajo su enorme presión, cualquier error de juicio se fosiliza de manera natural y luego resulta muy difícil de remover. Es el peso de la tradición (al menos, en su sentido más rutinario). Por fortuna, de vez en cuando aparecen miradas que obran el proceso contrario; es decir, pretenden restar más que sumar, quitar más que poner, clarificar más que confundir. Y no por ello rechazan valerse de trabajos muy fundamentados o incluso eruditos: las mismas herramientas que permitieron elevar la pirámide son necesarias para desmontarla.

Esta edición de las cartas de Kafka a su editor, Kurt Wolff, realizada con admirable rigor por Roberto Vivero (Ápeiron, 2024), actúa en ese mismo sentido clarificador. Es verdad que en el caso particular de Kafka los «árboles» que crecen en nuestro suelo no son tan abundantes ni corpulentos como los que se alzan en el hochwald germánico (la nutrida bibliografía en lengua alemana que Vivero utiliza en su libro así parece atestiguarlo), pero el monte bajo de arbustos, espinos y matorrales ―es decir, de los tópicos, errores y falsos mitos― sí que es moneda corriente, y también contribuye a tapar y confundir bastante. Quizás por ello, encabeza Vivero su edición con un interesante prólogo donde, entre otras cosas, desmonta algunas apreciaciones equivocadas que corren sobre el autor de La transformación: su aislamiento del mundo exterior, su falta de ambición, su temperamento solitario, la traumática relación paternofilial que vivió, su desinterés por publicar, la falta de reconocimiento que mereció su obra… A los seres humanos nos encanta dramatizar, y disfrutamos a lo grande poniéndoles obstáculos a nuestros héroes, quizás para felicitarnos luego de lo bien que los saltan. Finaliza su prólogo Roberto Vivero trazando una oportuna semblanza de Kurt Wolff (el segundo protagonista del libro), complementaria a la que luego nos formaremos por cuenta propia leyendo el epistolario, así como sus anotaciones y complementos.

En su edición del epistolario de Kafka, Roberto Vivero recoge un total de 47 cartas (1912-1923) dirigidas al que fuera su principal editor, Kurt Wolff (como también a G. H. Meyer, editor suplente de Wolff durante la guerra, y a la propia editorial, situada en Leipzig). Las cartas, traducidas por Vivero del alemán, constituyen el ingrediente principal del libro, y resultan elocuentes por sí solas, reveladoras de la figura de un escritor muy entregado a la labor creativa (y no siempre seguro de la bondad de sus textos). Aspectos aparentemente menores, como su preocupación por el tamaño de letra, la encuadernación o las ilustraciones de sus libros nos transmiten una imagen de autor nada indiferente. Pero sus cartas también nos descubren su atención al entorno literario, y en ese sentido podríamos subrayar su generosa intercesión ante Wolff a favor de otros escritores, así como sus recomendaciones de traductores para sus textos (lo que nos permite descubrir que Sandor Márai había traducido La transformación al húngaro en 1922). Gran interés adquieren también sus opiniones sobre la agrupación óptima de algunos escritos. Kafka expresa repetidas veces a Wolff su deseo de que La sentencia se publique por separado en la colección de bolsillo «Der jüngste Tag» (‘El día del Juicio Final’), a la vez que desaconseja su aparición conjunta con el relato En la colonia penitenciaria. Gracias al epistolario conocemos también algunas apreciaciones de Kafka sobre sus propias obras, o su propósito de trasladarse a Berlín, en cuanto terminara la guerra, para entregarse por entero a la creación literaria (una aventura para la que Wolff le promete el respaldo de su editorial). Las últimas cartas nos informan de la enfermedad que tanto minó la actividad literaria de Kafka durante su etapa final.

Pero el libro de Vivero no solo nos ofrece la edición traducida y anotada del epistolario. Cada carta, además, aparece situada en un contexto literario amplio y detallado. A tal fin, Vivero va dando cuenta de las sucesivas publicaciones de Kafka, y no solo de las literarias (incluyendo las ediciones colectivas y reediciones), sino también de las «profesionales». Conviene recordar, a este respecto, que en aquellos años (1908-1922) Kafka trabajaba en una importante compañía de seguros de Praga (Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt), donde era muy valorado por sus informes técnicos, que se publicaban en medios especializados. También da noticia Vivero de las diferentes recensiones de sus publicaciones, firmadas en ocasiones por críticos tan influyentes como Musil o Brod, y a las que Kafka siempre estuvo muy atento. Solo en el verano de 1913 sus libros merecieron siete reseñas (tres para Contemplación y cuatro para El fogonero). En algunos casos podemos conocer incluso la opinión que le merecían a Kafka. Completan el contexto del epistolario a Kurt Wolff numerosos resúmenes y extractos que Vivero recoge de otras variadas fuentes: respuestas de Wolff a Kafka, diarios del autor, cartas de Kafka a otros destinatarios (a Felice, a Brod, a Milena…), informes sobre ventas y derechos de autor (sobre Contemplación), valoraciones positivas de otros autores (como Rilke o Hesse; pero también, de Kurt Tucholsky, que compara a Kafka con Kleist)… Esta compleja polifonía informativa (de la que tan solo he trazado un resumen muy incompleto) aparece cuidadosamente desplegada en torno al epistolario, configurando un acompañamiento que refuerza, pero en ningún momento oscurece, el elemento nuclear del libro: las cartas de Kafka a su editor. El concienzudo y bien estructurado trabajo de Vivero permite al lector profundizar en el apasionante entorno literario de Kafka en la medida de sus deseos y necesidades.

Cartas a Kurt Wolff se complementa con dos apéndices. El primero es un denso y muy documentado estudio, basado en fuentes epistolares y publicaciones de la época, en el que se analizan las relaciones literarias y personales de Kafka y de algunos otros autores cercanos. Por un lado, se indaga sobre el grado de conocimiento que Kafka pudo tener de la obra de Georg Trakl (coincidieron en algunas publicaciones colectivas y colecciones de Kurt Wolff, y Kafka fue lector de Der Brenner, revista donde el austríaco dio a conocer algunos de sus principales poemas); por otro, en las complejas relaciones ―en ocasiones, conflictivas― que mantuvieron diversos escritores alineados en torno al «Círculo de Praga» y a la revista Der Brenner, y más particularmente, en las que mediaron entre Max Brod, Franz Werfel y Karl Kraus. El segundo apéndice es un interesante álbum fotográfico de libros y almanaques, donde podremos apreciar algunas muestras del trabajo editorial de Kurt Wolff, como sus almanaques Das bunte Bug y Der neue Roman, la serie «Drugulin-Drucke» o un ejemplar de la colección «Der jüngste Tag» con los Gedichte (1913) de Trakl. Dos apéndices, en suma, que cierran el epistolario de Kafka abriendo una ventana a futuras investigaciones.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Se me ha pasado por la cabeza que Starke pudiese querer dibujar el insecto. ¡Eso no, por favor, eso no! No quiero reducir su margen de decisión, sino solamente que solo lo pido sobre la base de mi mejor conocimiento de la historia. El insecto no se puede dibujar. Ni siquiera se puede dibujar desde lejos. […] Si tuviese que hacer alguna sugerencia para la ilustración elegiría alguna escena, como los padres y el procurador ante la puerta cerrada, o, aún mejor, los padres y la hermana en la sala iluminada mientras está abierta la puerta que da al dormitorio completamente a oscuras». (25-X-1915).
«Solo me gustaría agregar que La sentencia y la Colonia penitenciaria, según mi parecer, formarían una combinación horrible; La transformación podría hacer de mediación entre ellas; pero sin esta, lo que realmente tendríamos son dos cabezas extrañas que se golpean con fuerza la una contra la otra. […] porque para mí lo principal es que se publique La sentencia de manera independiente». (19-VIII-1916).
«Desde que decidí dedicar el libro [Un médico rural] a mi padre, tengo un gran interés en que se publique pronto. No porque con eso pudiese reconciliarme con mi padre, pues las raíces de nuestra enemistad son aquí imposibles de arrancar, pero habría hecho algo, como si no habiéndome ido a Palestina, la hubiese señalado con el dedo en el mapa». (De Kafka a Max Brod, III-1918).
Traducción de Roberto Vivero

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La palabra del mudo, de Julio Ramón Ribeyro

Hay autores que reseñamos porque sus libros son novedad y merece la pena leerlos y difundirlos; otros, por el contrario, ya los conocemos de sobra y apenas necesitan noticia, pero su poder de seducción nos reclama a cada instante decir algo sobre ellos. Cualquier nueva edición de sus textos se convierte entonces en el pretexto válido para testimoniar nuestra devoción. Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es una de las grandes figuras de la literatura en lengua española de nuestro tiempo; uno de esos escasísimos autores que provocan la adhesión incondicional de los lectores, que convierten sus libros en verdaderos objetos de culto. Además de algunas novelas y otros textos literarios (ensayos, diarios, teatro…), el escritor peruano nos legó un conjunto de cuentos que figuran entre las obras maestras del género, y que aparecieron reunidos en los cuatro volúmenes que integran La palabra del mudo (1973-1992). La antología que ha editado recientemente Debolsillo (2022) recoge quince relatos muy diversos, antecedidos por una valiosa introducción donde el autor expone, entre otras cosas, una brevísima poética del relato, resumida en diez principios básicos. Nunca escucharemos una lección de narrativa breve expresada con mayor acierto y menor petulancia. Escribe Ribeyro que el cuento debe tener una hechura que permita al lector volver a contarlo a su vez. Parece que los suyos no solo cumplen con dicha regla, sino que además se quedan a vivir para siempre en el recuerdo de sus lectores.

No parece necesario insistir en que todos los cuentos recogidos en la antología son magníficos. Tampoco en que los preceptos señalados por Ribeyro en su introducción se reflejan fielmente en cada uno de ellos. Solo por eso este libro merecería ser considerado un manual de narrativa. Afirma Ribeyro que los cuentos inventados deben parecer reales, y los reales, inventados. O dicho de otra manera: a la realidad conviene trascenderla; y a la imaginación, atarla corta para que no nos haga perder contacto con el mundo en que vivimos. Tal es su poética, y quizás por ello los cuentos referidos a su infancia aparecen imbuidos de un aura poética y fantástica que los hace fascinantes («Por las azoteas», «El ropero, los viejos y la muerte»), mientras que los relatos imaginados denuncian con tanta fuerza y realismo la vida de los miserables y oprimidos. En esta segunda categoría, la que devuelve la voz a los que no la tuvieron nunca, podríamos situar uno de sus textos más extensos, «Al pie del acantilado», que es también uno de los más bellos y emocionantes, protagonizado por una inolvidable galería de perdedores, siempre dispuestos a continuar luchando. La presencia de niños, en este y en algún otro relato de Ribeyro, confiere a las historias un plus de dramatismo. ¿Cómo olvidar los dos protagonistas infantiles de ese cuento, tan perfecto como terrible («Los gallinazos sin plumas»), que abre la colección? Detrás de su aparente sencillez se esconde una cuidadosa e inteligente planificación de la trama. También el mundo marginal de las bandas y las peleas callejeras, con su ferocidad y su extraviado sentido del honor, es invitado a formar parte de esta galería de humanidades mudas. De ello da cuenta «El próximo mes me nivelo», un relato duro pero contado sin dureza, dotado de una ternura comprensiva que nos impide despreciar a ninguno de sus protagonistas, tan violentos como patéticos y desgraciados. El autor denuncia pero también comprende. Prefiere que compadezcamos a que odiemos, pues solo desde esa perspectiva es posible, quizás, hallar una solución.

El universo de las clases medias, de sus grandes miserias y pequeñas ambiciones, también ocupa un lugar importante en la narrativa de Ribeyro. Se trata de relatos generalmente divertidos e ingeniosos, que gustan de hacer blanco en los oropeles de las falsas apariencias y la impostura, tanto las que afectan a las clases altas («El banquete») como las que padecen las más modestas («Explicaciones a un cabo de servicio»). Un mundo urbano en el que los funcionarios de poco rango o venidos a menos («Espumante en el sótano») se codean con los seres solitarios que se agarran a un clavo ardiendo para poder sobrevivir («Una aventura nocturna»). Pero también es el cerrado universo de esos perdedores de toda la vida en quienes la derrota es ya una segunda naturaleza que no son capaces de quitarse de encima ni siquiera en las condiciones más favorables («El profesor suplente»). En el relato que cierra la antología, «Alienación», se nos narra la lamentable metamorfosis de un joven peruano que, acomplejado por el ambiente que respira, renuncia a su identidad nacional para terminar convertido en un falso gringo de pacotilla. Para retratar a todos estos tipos humanos, aparentemente perdidos y sin remedio, Ribeyro se vale de una dosis justa de ironía, siempre atemperada por un humor benévolo y muy comprensivo.

Para finalizar señalaré un reducido grupo de cuentos que parecen estar más alejados de la realidad, y que en ocasiones adquieren un carácter casi «borgiano». Es el caso de «Ridder y el pisapapeles», un exquisito relato fantástico que da cuenta de la visita efectuada por el narrador a un viejo escritor europeo dotado de una clarividencia sorprendente. «La insignia» es otro texto divertido y muy imaginativo, que parece una puesta al día del famoso cuento «El traje nuevo del emperador» de Andersen. El imparable éxito que se nos describe en sus páginas (a causa de un malentendido) es como esa bola de nieve que empieza a rodar cuesta abajo y ya no hay quien la pare. El tema de las apariencias sin contenido, que en anteriores relatos servía como vehículo para la crítica social, es llevado ahora a un terreno puramente especulativo; quizás porque el arte de Ribeyro no se complace tan solo en la denuncia y el recuerdo emocionado, sino también en el ejercicio de la imaginación y el juego literario.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también ha sido publicada en El Cuaderno

«Desde esa vez, sin que yo ni mis hijos le dijéramos nada, comenzó a trabajar para nuestra finca. Primero compuso la cerradura de las puertas, después afiló los anzuelos, después construyó, con unas hojas de palmera, un viaducto que traía hasta mi casa el agua de las filtraciones. Su costal no parecía tener fondo porque de él sacaba las herramientas más raras y las que no tenía las fabricaba con las porquerías del muladar. Todo lo que estuvo malogrado lo compuso y de todo objeto roto inventó un objeto nuevo. Nuestra morada se fue enriqueciendo, se fue llenando de pequeñas y grandes cosas, de cosas que servían o de cosas que eran bonitas, gracias a este hombre que tenía la manía de cambiarlo todo. Y por este trabajo nunca pidió nada: se contentaba con una troncha de pescado y con que lo dejáramos en paz.»
«La mujer corrió el cerrojo, hizo una atenta reverencia y le volvió la espalda. Arístides, sin soltar el macetero, vio cómo se alejaba cansadamente, apagando las luces, recogiendo las copas, hasta desaparecer por la puerta del fondo. Cuando todo quedó oscuro y en silencio, Arístides alzó el macetero por encima de su cabeza y lo estrelló contra el suelo. El ruido de la terracota haciéndose trizas lo hizo volver en sí: en cada añico reconoció un pedazo de su ilusión rota. Y tuvo la sensación de una vergüenza atroz, como si un perro lo hubiera orinado».
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La fuente helada. Arquitectura y arte del diseño en el espacio, de Claude Bragdon

Decía Chesterton que «si algo merece la pena hacerse, merece la pena hacerse mal». Esta cerrada defensa del diletantismo, que tiene su parte de verdad, podría servirnos de excusa para muchas cosas; entre ellas, la de pretender reseñar un tratado de arquitectura sin saber nada de dicha ciencia. Empresas más arriesgadas se han visto coronadas por el éxito. Sin embargo, en el caso particular de este libro de Claude Bragdon, La fuente helada. Arquitectura y arte del diseño en el espacio (New York, 1932), la justificación quizás fuera innecesaria. El nuevo texto que publica Atalanta (en una edición dotada de esa perfección «orgánica» que preconizaba su autor) no es tanto un manual de arquitectura como una reflexión más amplia sobre la belleza, sus formas y principios; eso sí, centrada en una de las tres «artes mayores». El lector que se aventure en sus páginas descubrirá enseguida que no hace falta ser arquitecto para disfrutarlo. En primer lugar, por la belleza de su escritura, por las reflexiones estéticas y filosóficas que expone y su atención a otras artes como el urbanismo, la literatura, la música o incluso el teatro. También por su sencillez y amenidad, perceptible incluso cuando se abordan temas tan complejos para el profano como la geometría o la cuarta dimensión. Cada lector puede profundizar hasta el estrato más conveniente a sus intereses; y no me extrañaría nada que algún niño imaginativo supiera entretenerse con la simple contemplación de las abundantes y sugestivas imágenes que lo ilustran. A ellas cabe añadir una serie independiente de simpáticas y elegantes estampas, protagonizadas por el personaje de Simbad, que trazan una especie de cursus paralelo: una explicación simplificada de algunos de los principios contenidos en el texto. Así, la viñeta que muestra al marino cargando sobre sus espaldas al Viejo del Mar remite con ironía a los arquitectos de la vieja escuela que no saben liberarse de la pesada carga de la tradición. Un libro, en suma, tan atractivo, equilibrado y diáfano como esos rascacielos de acero y cristal que tanto entusiasmaban a su autor.

Un principio arquitectónico cardinal para Claude Bragdon es el de respetar la necesaria congruencia que debe reinar entre forma y material (es conveniente recordar que el libro fue escrito en 1932, y que muchas de las ideas que en la actualidad parecen evidentes, quizás no lo fueran entonces tanto): una exigencia que muchos arquitectos neoclásicos o neogóticos no supieron comprender, cuando se sirvieron de materiales y formas que ya no cumplían función alguna. Para Bragdon, una arquitectura válida no solo debe de ser significativa, dramática (da cuenta de para qué sirve) y extática (despierta una suerte de «emoción»); sino sobre todo, «orgánica». Es decir, debe poner en evidencia, a través de su forma y sus materiales, las fuerzas en tensión que le dan vida («la interacción de las fuerzas que operan en su interior»). Un edificio con estructura metálica dotado de un grueso muro de mampostería que ya no cumple función alguna de soporte sería poco «orgánico». A mi manera de ver, las críticas de Bragdon a los edificios que sufren dicha falta de «sincronía» entre forma y materiales son comparables a las justificaciones de los compositores del serialismo integral, que reprochaban a Schönberg que se valiera de ritmos y metros tradicionales para dar forma a su nuevo discurso atonal. Imagino que la vieja parábola evangélica de que no conviene verter vino nuevo en odres viejos recibiría la aprobación de Claude Bragdon.

Para Bragdon, este carácter orgánico de la arquitectura, siempre en estrecho contacto con las leyes de la naturaleza, puede simbolizarse en la imagen de una fuente helada, que a su vez constituye una buena representación de los procesos vitales de ida y vuelta, de alzamiento y caída, de flujo y reflujo… Un rítmico devenir natural, en suma, que la arquitectura debe interiorizar. Por otro lado. esta visión de la arquitectura como una «fuente helada» nos deja muy cerca de aquella otra definición de «música congelada» que nos diera Goethe. De hecho, para Bragdon la música puede ser también un referente estructurador de primer orden para la arquitectura, gracias los valores de orden y proporción que aquella incardina, como luego veremos. La música, en paralelo a su visión de la arquitectura, es definida por  Bragdon como «una fuente de resonancia que brota en el tiempo del agua quieta del silencio».

A la luz de todas estas premisas teóricas, Bragdon esboza una breve historia de la arquitectura estadounidense reciente («Retrospectiva»), que fluctúa entre una tradición ecléctica que se aferra al pasado y la corriente orgánica y funcional de un Wrigth. Poco a poco la arquitectura se va emancipando de la tiranía de los viejos materiales, prescindiendo de todos aquellos elementos que no cumplan ya función alguna. Donde mejor se opera dicha evolución, de forma lenta pero ininterrumpida, es en el rascacielos, un tipo de edificación genuinamente americana al que Bragdon dedica un capítulo específico («Rascacielos»). La comparación que establece entre el edificio del Chicago Tribune (revestido de piedra caliza y con una linterna cargada de inútiles arbotantes) y el del New York Evening News resulta muy ilustrativa. En este interesante y ameno capítulo dedicado a las «pirámides modernas», Bragdon indaga tanto en sus factores físicos como estéticos y sociales. Es decir, expone sucintamente sus elementos materiales (la estructura metálica, el desarrollo del ascensor o los modernos sistemas de cimentación), da un repaso a su evolución (desde posiciones iníciales eclécticas a las puramente funcionales) y reflexiona, de manera bastante objetiva, sobre su impacto en un urbanismo que debe ser respetuoso con el hombre.

En el siguiente capítulo Bragdon analiza las líneas reguladoras del diseño arquitectónico, imprescindibles para que los edificios adquieran unidad. Lo mismo que el color es un elemento regulador en pintura, y la tonalidad y el ritmo lo son en la música, las unidades lineales y las diversas formas geométricas (desde el simple cuadrado a la espiral logarítmica) deberán serlo en la arquitectura. Pero también la música puede cumplir para Bragdon un importante papel regulador en el diseño arquitectónico. Así lo ponen de manifiesto las explicaciones e ilustraciones brindadas por el autor de su proyecto para la Estación Central de Nueva York, en Rochester, en la que aparecen inscritas las proporciones numéricas correspondientes a los intervalos musicales de tercera, quinta y séptima menor (en conjunción con el cuadrado, el círculo y el triángulo equilátero). Esta rica y variada reflexión estética, que se extiende a diferentes artes y dominios, sobrepasando con mucho cuanto pudiera esperarse de un manual técnico de arquitectura, reaparece incluso en el capítulo correspondiente a la perspectiva isométrica. Esta importante herramienta representativa, que Bragdon juzga de gran utilidad para el arquitecto, muestra su utilidad aplicada al terreno de la escenografía teatral, como podremos fácilmente apreciar gracias a los minuciosos dibujos, en perspectiva isométrica, que Bragdon nos brinda de algunas escenografías que realizó para las representaciones de Otelo y del Cyrano de Bergerac.

La segunda parte del libro de Bragdon está dedicada al estudio de aspectos relacionados con la arquitectura de manera solo tangencial. El capítulo correspondiente a la ornamentación (sobre todo de interiores, aunque no en exclusiva) adquiere un singular desarrollo, constituyendo un moderno y sugestivo muestrario, profusamente ilustrado, de motivos decorativos de inspiración geométrica. La conveniencia de dotar a la nueva arquitectura de una ornamentación orgánica, que no fuera la repetición de viejos modelos ya caducos o demasiado repetidos, impulsó a Bragdon a emprender una búsqueda que culminó con éxito gracias al empleo de las «líneas resultantes» de los cuadrados mágicos, los despliegues y proyecciones sobre plano de los cinco sólidos platónicos (del tetraedro al icosaedro), y los hipersólidos regulares en el espacio tetra dimensional. Lo aparentemente abstruso de estos procedimientos se disuelve con facilidad gracias al empeño pedagógico de Bragdon, que no se ahorra ni ilustraciones ni detalladas instrucciones para guiarnos en esta bella selva de figuraciones  geométricas.

Cierra el libro un breve capítulo dedicado al color en la arquitectura. El mayor o menor acierto en su empleo depende, según Bragdon, del propio criterio estético del arquitecto, apoyado en un correcto conocimiento de los colores complementarios y sus valores. A tal fin, propone una original serie de ejercicios para familiarizarse con ellos. Pero lo más llamativo de este capítulo final quizás sea la relación que se expone entre los diferentes colores del espectro visible de la luz y los sonidos de la escala musical cromática, defendida por algunos teóricos como Louis Wilson. A cada subida o bajada de semitono en la escala correspondería una nueva gradación de color. Así, los colores amarillo y naranja tendrían su correlato musical en las notas mi-fa; y a la formación de acordes consonantes debería responder una mezcla o yuxtaposición de gamas cromáticas con un parecido grado de coherencia. Aunque el compositor ruso Scriabin se valió de similares paralelismos en la composición de su famoso Prometeus de 1910 (donde utiliza un extravagante «teclado de colores»), cualquiera que sepa algo de música sabe que dicho paralelismo no se sostiene demasiado (aunque podría ser utilizado, claro está, como criterio para generar series de sonidos en una música no convencional). No sé si Bragdon tenía noticia de la obra del ruso, pero, en cualquier caso, asume que se trata de una analogía («llena de trampas para el artista») que no podemos llevar demasiado lejos.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

«Es tarea del arquitecto, por tanto, poner en escena no sólo el propósito y la función de un edificio, sino también la interacción de las fuerzas que operan en su interior, pues entonces estará poniendo en escena la vida misma. Lo que da entidad a una obra de arte es la manifestación de lo universal a través de lo particular. Hamlet, por ejemplo, no se reduce a la vida de una única persona; es la vida del ser humano: la pugna de todo individuo con los elementos que lo constituyen, con los enemigos que tiene en casa. En arquitectura, estos enemigos, que al mismo tiempo son progenitores y amigos suyos, son las fuerzas de la naturaleza: el sol abrasador, el azote del viento, la dañina helada, la malintencionada lluvia; agentes todos ellos en esa apoteosis por la cual, en manos de un verdadero dramaturgo, una obra de ingeniería se convierte en una obra de arte arquitectónico».
«El rascacielos, el último y mayor fruto del poder y el ingenio humanos, es en puridad inhumano, no porque para construirlo haya que pagar el peaje de un trabajador muerto por cada planta levantada, sino porque ha surgido como desafío a los derechos adquiridos por el común de los mortales, y este menosprecio puede que sea su ulterior ruina. [/] Y es que, si estos edificios continúan multiplicándose como lo están haciendo en la actualidad, los atascos de tráfico, de los que son directamente responsables, terminarán por paralizar las calles y se crearán condiciones de vida similares a las que aparecen en la película Metrópolis, donde todo el mundo vive y trabaja bajo tierra, salvo los jefes supremos, que se han adueñado del derecho a respirar el aire libre y mirar al cielo».
Traducción de Carlos Jiménez Arribas

Obreras del Empire State Building (1932)

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Acerca del robo de historias y otros relatos, de Gueorgui Gospodínov

Hay escritores que gozan de una envidiable facilidad para despertar en sus lectores una disposición favorable desde las primeras páginas de sus libros. Unos pocos, como el búlgaro Gueorgui Gospodínov (1968), lo logran incluso antes. El simpático y desenvuelto prefacio, «Prehistorias», que encabeza la edición de su nuevo libro de cuentos, Acerca del robo de historias y otros relatos (Impedimenta, 2024), es una buena muestra de ese talento. Con tan solo tres páginas, el autor nos hace sentirnos casi cómplices de su narrativa, compartiendo con nosotros no solo algunos detalles interesantes de los textos que conforman su libro, sino también un par de reflexiones espontáneas, verdaderos «fogonazos» de lucidez, acerca de lo literario. Una mínima poética que nos convence, aunque de momento no la necesitemos mucho. Si algo tienen estos relatos de Gospodínov es que hablan por sí mismos, y la única incógnita que nos plantean ―y que desearíamos despejar― es la de por qué nos gustan tanto. Quizás su original y cercana sencillez mueva en nuestro interior alguna fibra lectora que teníamos adormecida.

El hecho de que el libro reúna textos de distintas fechas y procedencias (el autor nos lo ha desvelado con todo detalle) no le quita unidad al conjunto, que descansa, a mi manera de ver, en un perfecto equilibrio entre varios principios contrapuestos. De un lado, la admirable sencillez de los relatos, que no está reñida con su indiscutible originalidad, que no nace tanto de una especial elaboración o complejidad del lenguaje como de la elección de los asuntos y una gran libertad en la construcción y desarrollo de las tramas (y donde el giro inesperado es moneda corriente). El estupendo relato que abre la colección, «La octava noche», en el que se recoge una parodia de conferencia enmarcada entre dos breves textos fantásticos, define bastante bien el alcance del libro. Por otro lado, el tono humorístico de los relatos, casi siempre irónicos o incluso paródicos, no les quita un ápice de cercanía, tanto por el hálito cordial que el autor infunde a sus historias como por la humanidad que les brindan sus personajes, pertenecientes en su mayoría al pueblo búlgaro más llano. Un buen representante lo tenemos en ese vagabundo llamado Gaustín, el protagonista de «El hombre de los muchos nombres»: uno de esos locos cuerdos que, como el Licenciado Vidriera de Cervantes, sientan cátedra en plazas y esquinas. El humor con el que Gospodínov nos transmite esa peculiar idiosincrasia búlgara que respiran muchos de sus personajes se canaliza con frecuencia a través de su confrontación irónica con un supuesto mundo más «moderno» o «civilizado». Una aparente burla que en realidad trae a primer plano unos valores humanos que quizás se estén perdiendo en aras de una mayor sofisticación y el culto a las apariencias.

Pero donde mejor se percibe el juego paródico de Gospodínov es en aquellos relatos que parecen apuntar a determinados géneros y estilos literarios. Se trata de historias casi siempre humorísticas, pero en las que es posible hallar desenlaces dramáticos o incluso cruentos. Uno de los relatos más interesantes es «Vaysha la Ciega», compuesto con las hechuras de un cuento folklórico, pero resuelto formalmente de manera muy singular. En un primer momento, el cuento parece entenderse como una alegoría de nuestra neurótica dificultad para vivir el presente, pero un inesperado giro final sumerge el texto en el ámbito metaliterario. A pesar de su trágico desenlace (que parece escrito por Andersen), «El regalo tardío» no deja de ser un divertidísimo cuento de Navidad, protagonizado por un ingenuo mendigo que se cree el protagonista involuntario de un reality. Su ridícula actuación ante la cámara del escaparate le vale al autor para burlarse de su vanidad, pero también de esos tópicos de corrección pequeño burguesa que todos llevamos encastrados en el fondo del alma. Sin embargo, el mensaje que a modo de testamento nos lega el pordiosero denota sabiduría: la felicidad es el regalo que llega a tiempo. En un registro muy distinto podemos situar «L», una imaginativa parodia de relato policial que fuera publicada en su día (así nos lo revela el autor) en Ellery Queen Mystery Magazine. Se trata de una historia bastante macabra, salpicada con algunos guiños explícitos a la Lolita de Nabokov. Lo cómico del asunto es que un concurso literario pueda servir de cebo para atrapar a un asesino aficionado a la escritura. «El tercero» es otro relato paródico de intriga y terror, de inesperado final, en el que Gospodínov parece burlarse de aquellos lectores que necesitan ―como el propio marido de la protagonista― una explicación o glosa final para poder enterarse de algo. Como cabía suponer, el relato amoroso no iba a librarse de comparecer en esta divertida galería de espejos deformantes que nos regala Gospodínov. «Peonías y nomeolvides» narra una acelerada historia de amor, entre fantástica y paródica, que se desarrolla en la sala de espera de un aeropuerto. Un relato dotado de encanto en todos y cada uno de sus pequeños detalles, y cuyo desenlace parece remitirnos al Wakefield de Hawthorne.

Como ya anticipamos, otro aspecto destacable del libro de Gospodínov es el de dar entrada en sus páginas a historias y personajes de su Bulgaria natal. En unos casos, los relatos tienen un cierto componente de crítica histórica; en otros, parecen representar sencillas escenas de tipo «costumbrista». Dentro del primer grupo, uno de los más explícitos es «Forjando el pendiente búlgaro», donde al autor traza una visión alegórica de las penalidades sufridas por el pueblo búlgaro a lo largo de la pasada centuria: una historia de derrota que tuvo su punto de inflexión en la revolución de 1989, pero que no parece haber alcanzado todavía su fin. Las frustraciones de índole histórica que otros pueblos cargan sobre sus espaldas, los búlgaros las llevan ―sin duda, más dolorosamente― prendidas del lóbulo de la oreja. En una parecida línea de reflexión histórica podemos situar «Gaustín», relato con el que Gospodínov cierra su libro. «El hombre de los muchos nombres» reaparece para protagonizar un relato que incide en algunos episodios significativos de la historia del siglo XX, tanto europea como búlgara, que el personaje revive como testigo, gracias a su locura, con sesenta años de retraso. La historia quizás no esté condenada a repetirse, pero sí a parecerse de manera inquietante. Un tono mucho menos dramático hallamos en el relato titulado «Los paños menores de la historia»: una humorística y nada ácida estampa rural de la Bulgaria de finales de los años 70 coloreada por algunos recuerdos de infancia. Los protagonistas de la intrahistoria ―es decir, de los «paños menores» de la historia― casi siempre arrojan una sombra menos opresiva que la de sus actores principales.

Pero las alusiones de Gospodínov a su país dan su mejor fruto literario cuando se desarrollan en un ámbito más reducido, como a modo de modernas estampas costumbristas. Son relatos generalmente humorísticos, donde el autor pretende representar, con tanta ironía como afecto, el «alma» búlgara. Unos encantadores «cuadros» en los que no faltan, en ocasiones, algunos toques autobiográficos, reales o inventados. Tal es el caso de «Primeros pasos», un delicado y cómico popurrí de recuerdos de infancia, donde abuelos, amigos de escuela y primeras lecturas contribuyen a dibujar el paisaje de un mágico reino que no tardará en desaparecer. Dentro de esta categoría narrativa que me he atrevido a denominar «costumbrista», podemos distinguir un grupito de cuentos que se desarrollan en el tren: un lugar idóneo para entrar en contacto con el pueblo. Uno de los mejores es el que da título al libro, «Acerca del robo de historias», donde Gospodínov reivindica la relevancia y actualidad de la tradición oral transmitiéndonos tres historias, protagonizadas por personas de etnia gitana, escuchadas en el tren. Entre ellas destaca la de un violinista ambulante que se gana la vida tocando melodías populares en vagones de tercera, pero que es capaz de emular, cuando quiere y le dejan, al mismísimo Nigel Kennedy interpretando a Vivaldi. «Una segunda historia» es aparentemente poco más que una anécdota graciosa que se desarrolla también en un tren. Pero como sucede en todos los relatos de Gospodínov, bajo la superficie subyace un significado más profundo: las palabras, más que acercarnos, parece que nos distancian, quizás porque la simpatía se mueva en un estrato más profundo e instintivo que el lenguaje. «Historia con estación» es un brevísimo cuento que vuelve a incidir, con mucha ironía y un punto de exageración, en la peculiar mentalidad de las clases populares búlgaras, puesta en evidencia por su económico aprovechamiento de los retretes «de pago» en una estación alemana. En la misma línea cabe situar otro texto aún más reducido, «Mosca en el urinario», una nueva «confrontación» búlgaro-alemana que leeremos con una sonrisa en los labios, pero sin olvidar que, como nos advierte el autor, «ya ninguna historia es inofensiva». Y he dejado para el final uno de los relatos, a mi manera de ver, más encantadores del libro: «Kristín que saluda desde el tren». Una historia mínima, pero cargada de lirismo, que da cuenta de la facundia imaginativa del escritor, que se ve desatada por un ademán tan sencillo como el de saludar al paso del tren. Un gesto espontáneo que, como otros muchos, también vamos perdiendo.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«El tren pasaba por Europa Central, por algún sitio allende los Tatras, por todo el eslavismo del paisaje, entre largas hileras de alfalfa segada, dientes de león y margaritas. Las amapolas junto a las vías se habían vuelto locas. Tenía la sensación de que todas las compañías de ferrocarriles centroeuropeas se mantenían fundamentalmente gracias a la venta de opio. El sol ya se ponía, el ocaso sobre esos valles prometía ser infinito, y Kristín, asomada por la ventanilla, resplandecía como si estuviese hecha de papel de estaño. Recordé lo que decían de que un solo aleteo de mariposa podría cambiar el mundo».
«Habían agotado todos los temas que podían mantener viva una conversación entre dos desconocidos. Y el silencio empezaba a volverse indecoroso. La mesita entre ellos estaba abarrotada de vasos de plástico vacíos que habían adoptado formas de lo más inesperadas de tanto dar vueltas en sus manos. Los palillos para remover el café hacía mucho que estaban desmenuzados en los trozos más pequeños posibles, los sobrecitos de azúcar vacíos se habían transformado en conos y barcos en miniatura».
Traducción de María Vútova
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Una invitación a la lectura de la obra de Roberto Vivero, de Francisco Hermoso de Mendoza

Dicen que la cabra tira al monte, y no era de extrañar que Francisco Hermoso de Mendoza, tras ofrecernos tres estupendos libros de narrativa, se resolviera a obsequiarnos con uno de crítica literaria. Que para eso es el amo y señor de Devaneos, uno de los blogs más interesantes y completos del panorama literario actual. Una invitación a la lectura de la obra de Roberto Vivero (Ápeiron, 2024) es un precioso y diminuto volumen que no alcanza las cien páginas. Mientras me entregaba a su lectura, me parecía tener entre las manos uno de aquellos encantadores libretti de bolsillo que editaba Ricordi (también en 15×10) para los aficionados a la ópera. Como ellos, el libro de Hermoso de Mendoza es también una pequeña llave, que en su caso sirve para abrir el cajón donde se guarda la música de un autor con aura de inescrutable: Roberto Vivero. De parecida manera a como el libreto sin la música tiene a la vez un sentido completo e incompleto, este breve estudio de Hermoso de Mendoza reclama como ineludible la lectura del autor al que se dedica, pero también constituye un logro en sí mismo. Reconocida la dificultad de conquistar la fortaleza, el texto crítico -«reseña fracasada»- se viste de literatura para poder levantarse y dar cuenta, al menos de manera indirecta, de lo que se oculta al otro lado de la muralla.

Hay mucha modestia en el título elegido por Hermoso de Mendoza para su libro, quizás porque no ha pretendido diseccionar las entrañas de la obra de Roberto Vivero, sino algo bastante diferente. Tal como se expresa en el interesante e instructivo epílogo que cierra el volumen, son varios los niveles de aproximación que permite un texto literario: desde el que solo exige una lectura espontánea y ligera, propia del lector común, al que se marca como objetivo un filólogo que necesita fundamentar su tesis doctoral. Este que ha escogido Hermoso de Mendoza para su monografía me parece que es el más adecuado a su brevedad (y nada sencillo, por cierto). En lugar de dar cuenta milimétrica de la obra de Vivero, nos la ha pintado reflejada en su entusiasmo. Es decir, ha alumbrando un segundo texto, también literario, que no pretende «abreviar» ni «traducir» nada, sino solo transmitirnos una suerte de «reconocimiento» a la obra de un escritor que sin duda admira.

En su breve capitulo preliminar, «¿Existe Roberto Vivero?», Hermoso de Mendoza resume algunos de los rasgos esenciales de la escritura del autor: su carácter experimental, su dificultad y su dureza (es decir, «su libertad estética y ética»), así como esa «amarga reflexión sobre la condición humana» que rezuma en algunas de sus páginas. Son los de Vivero unos textos, en su mayoría, muy celosos de su arte y cerrados sobre sí mismos, casi como fortalezas. Una obra, en suma, que se ha gestado como el fruto de un proceso de «investigación» y que se resiste a las simplificaciones y al etiquetado. Para cada obra en concreto, para las que componen el canon más selecto y cerrado de Vivero (que se extiende no solo a lo narrativo, sino también -en menor medida- al teatro y a la poesía), Hermoso de Mendoza ha escrito una colección de artísticas reseñas que obran una aproximación indirecta y amistosa, y donde el discurso crítico unas veces «explica» y otras refleja. O las dos cosas a la vez. ¿Qué pretende ser, sino un espejo, ese elaborado comentario en un solo párrafo referido a Grita?

Desde este punto de vista, creo que la labor que se proponía Hermoso de Mendoza al emprender esta difícil singladura ha quedado airosamente resuelta. Es la suya una invitación a la lectura sincera, que nace de la atracción que experimenta por una obra compleja y poco difundida, que ha leído con mucha atención y placer. Al fin y al cabo, la lectura es una aventura personal, y hasta el más versado y detallista crítico alfa es solo un lector. Lo que queda de la obra, su residuo irreductible tras sufrir una explicación, ya sea minuciosa o sumarísima, es todavía y precisamente lo literario. El libro de Hermoso de Mendoza quizás no nos permita allanar la fortaleza, pero sí acercarnos y echar un vistazo por encima de las almenas. El valioso botín que nos señala quizás nos anime a escalarlas por nuestra propia cuenta. Que de eso se trata.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

«Leer a Vivero nos obliga a rumiar, para decirlo con Nietzsche. Es ir en busca de un sentido que no resulta evidente en una primera lectura, como si las palabras tuvieran tal fulgor que costase mirarlas a los ojos de buenas a primeras. Hemos de ser pacientes, leer y coger distancia, como ante el cuadro que cobra sentido cuando nos alejamos de él y nos situamos a la distancia justa, la misma que ofrece aquí la tan necesaria y aconsejada relectura».
«En la poesía ayudan los signos de puntuación. Vivero nos invita al «búscate la vida». No hay comas ni puntos, sí un texto que cae en cascada durante casi ochenta páginas. Texto con palabras en castellano, alemán y griego. Formulo la consulta del texto en alemán en un grupo amigo de WhatsApp de gente que habla alemán: se traduce pero no se entiende. Dicen. Así es el arte. Dicen. Conclusión perfecta. Dicen. Palmas, palmitas. Asusta lo que no se entiende, prosigo, aquello velado que no se descifra, el texto viscoso cuyas palabras son un misterio, digo. Aquello que hace rechinar nuestros cojinetes mentales, que nos da de cabezazos contra un muro de las lamentaciones, que nos hace avanzar por una escalera a oscuras y cuyas pareces están llenas de agujeros negros, afirmo».
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Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest y otros relatos, de Gonçalo M. Tavares

Hace ya tiempo que la literatura nos enseñó que no es preciso viajar a países exóticos para entrar en contacto con lo extraño y maravilloso. Lo que para Stevenson fuera la capital británica (una «Bagdad de occidente»), Gonçalo M. Tavares (1970) parece querer encontrarlo en las diversas ciudades europeas que conforman el paisaje de Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest (2022). Bellamente editado por Nórdica Libros, el volumen está compuesto por tres relatos muy diferentes pero relacionados entre sí, que se desarrollan en cuatro capitales centroeuropeas y forman parte de un proyecto más amplio titulado Las ciudades. La notable originalidad de los textos integrantes se le manifiesta al lector en un crescendo de sorpresa e «interioridad»: de la crónica de dos viajes insensatos al delirante deambular de una joven por las calles de Berlín, pasando por un extraño vampiro que prefiere la tinta fotográfica a la sangre. Entre lo improbable y lo fantástico media un abismo estrecho pero muy profundo. El arte de Tavares, para felicidad del lector, consiste en aproximar sus lindes hasta casi confundirlas.

El primero de los relatos, «Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest», yuxtapone dos historias paralelas que no parecen tener otro nexo en común que el de narrar sendos viajes simultáneos que se hacen entre las dos ciudades enunciadas en el título. En una de ellas se narra el robo de una estatua de piedra de Lenin ―por cuenta de un coleccionista millonario― que dormita abandonada en un olvidado almacén de Budapest. Se trata de una de aquellas innumerables efigies conmemorativas que adornaban pueblos y ciudades a lo largo y ancho de todo el paisaje soviético, y que luego fueron retiradas. No siempre se renunció a erigírselas en beneficio de un homenaje de índole más práctica (como hicieran los tejedores de alfombras de Kujan-Bulak, según nos cuenta Brecht en sus Historias de almanaque). Por un avatar comparable al que sufrió Luis XVI ―fue apresado y decapitado, tras ser identificado por su efigie en las monedas―, los ladrones le cortarán ahora la suya a Lenin, a fin de que no pueda ser reconocido: cuerpo y cabeza viajarán por separado. La segunda historia que conforma el relato cuenta la macabra odisea de un joven que viaja de Bucarest a Budapest para traerse en el coche el cadáver putrefacto de su difunta madre. Es muy probable que el lector avisado establezca alguna clase de paralelismo o moraleja entre estos dos delirantes viajes de «cuerpos» sin vida, pero en el relato solo confluyen, digamos topográficamente, en el puesto fronterizo, y de manera inadvertida ―aunque decisiva― para sus respectivos agonistas. Para algunos será una muestra más de los curiosos azares de la vida; para otros, un último sacrificio en honor a Lenin. Los ídolos que adoramos a veces exigen considerables esfuerzos.

El siguiente relato, «La fotografía. Historia del vampiro de Belgrado», tiene como protagonista a un personaje muy extraño ―parece salido de un comic de Tardi―, que entiende la afición por la fotografía de una manera tan patológica como para «merendarse» literalmente las más bellas fotografías y postales (haciendo realidad aquella popular figura retórica de que algo o alguien «está para comérselo»). Con las urdimbres del vampiro centroeuropeo y el miedo a que una fotografía pueda «robarnos» el alma (en La gota de oro, Michel Tournier lo expresaba muy bien) se construye una alegoría de los peligros de la belleza, que para Tavares representa el narcótico que nos hace bajar la guardia ante las asechanzas que nos rodean. Una especie de cebo estético. No olvidemos que la Bella venció a la Bestia, ni que Rilke también temía al ángel de lo bello (aunque sus motivos fueran diferentes). Para Tavares, el Quijote que ve molinos de viento o ejércitos combatiendo en el apacible paisaje manchego no peca, pues, de loco, sino más bien de clarividente. Facultado queda el lector para descubrir en el cuento de Tavares una referencia a nuestra actual obsesión por la imagen, por esa belleza sin sustancia, meramente superficial, que intentan meternos a todas horas, si no por la boca, al menos por los ojos. Pero quizás el autor pretenda ir más lejos en su denuncia…

Cierra Tavares este interesante tríptico con «Episodios de la vida de Martha, Berlín»: el relato en que se representa con mayor evidencia ese «Proyecto de Las ciudades» del que nos habla en su nota final. El cuento lo integran dieciséis breves instantáneas del deambular de una joven por la capital alemana: vivencias de soledad y de búsqueda, de sexo y de rebeldía, de autodestrucción incluso («Berlín, taxi»). No pretenda el lector que se le brinden demasiados pormenores de esta joven insatisfecha y provocadora, que despierta incomprensión y rechazo casi generalizados en el entorno en el que se mueve (y no solo por machismo, que también). Como tampoco busque detalles de callejero o guía turística que le faciliten orientarse en su acompañamiento lector por las calles de la capital prusiana. Como nos revela Tavares en su epílogo, la ciudad no es tanto una sustancia material como orgánica: una suma de las historias reales y ficcionales que la conforman. Pongamos, pues, nuestra parte en el relato (en la medida en que podamos), y «amueblemos» la historia de Tavares por nuestra cuenta. Merece la pena.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

«Entre el cuerpo y la cabeza habría una separación de varias semanas. Más de un mes. El tiempo suficiente, o eso esperaban, para que el eventual hallazgo de una estatua sin cabeza no alimentara la expectativa de ver llegar una cabeza sola».
«En el fondo eres capaz de rendir vasallaje a la hermosa montaña como si al otro lado no avanzara un terrible ejército; eso es lo que el hermoso mundo ha hecho de ti: un soldado que obedece al mando más bajo de la jerarquía; sedado por lo que es hermoso, experimentas al fin un momento de pausa y, mientras cierras los ojos, intentas recordar rápidamente en qué dirección no hay cosas que emitan ese oriental instinto de pasividad; y, con los ojos cerrados, aciertas a imaginar que no son menos de mil los peligros que te acechan y exiges entonces que el paisaje en tu cabeza se transforme, como en la cabeza de don Quijote, en movimientos humanos peligrosos y deje así de existir el paisaje como palabra neutra».
«… y demostrar por encima de todo que la civilización empieza en el zapato, que no es tan solo un objeto de comodidad para una anatomía antigua, sino un elemento esencial, que marca una frontera, como en un mapa vivo, entre lo que está debajo de ti y es estúpido y lo que está por encima de lo que es estúpido y tiene un nombre, y a veces, quién nos lo iba a decir, llega incluso a ser racional».
Traducción de Rita da Costa
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Plegaria para pirómanos, de Eloy Tizón

Al hablar de las sonatas para piano de Beethoven, es un lugar común asegurar que una parte importante de su mérito estriba en que el autor acertó a componer treinta y dos piezas musicales tan magistrales como diferentes. En esto Beethoven se adelantaba a la sensibilidad artística moderna, para quien la consecución de una fórmula de éxito tan solo puede resolverse en un cambio de dirección. La reciente publicación en Páginas de Espuma del nuevo libro de relatos de Eloy Tizón, Plegaria para pirómanos (2023), me ha movido a reflexionar sobre la pertinencia y actualidad de esta exigencia artística, que parece cardinal para el escritor madrileño. ¿Existe una ley del libro de relatos? En el caso particular de Plegaria para pirómanos parece ser la de alcanzar la excelencia por caminos contrarios y complementarios, aunque sin renunciar a una suerte de unidad. Un empeño difícil en cuanto que presupone una conciliación de opuestos. La polifonía tiene sus exigencias y limitaciones, y solo una mano diestra sabe ensanchar sus límites sin romperla ni volverla ininteligible. La unidad en la diversidad es, pues, una antigua aspiración estética, a la que esa [mal o bien] llamada posmodernidad ha dotado de algunos recursos nuevos. En cualquier caso, y teorías aparte, lo que el libro de Eloy Tizón ofrece al afortunado lector que lo tome entre sus manos es un conjunto de relatos magistrales, atractivos y muy diversos en su unidad (el personaje recurrente, Erizo, es solo el eslabón más perceptible). Nueve cuentos empeñados en apartarse de los caminos más trillados del relato corto; que parece querer reinventarse, conquistar nuevos dominios, contradecirse y desdoblarse, para luego reafirmarse en una dirección tan opuesta como inesperada. Del juego metaliterario a la reflexión existencial, del relato que solo se remite a sí mismo, en una especie de pliegue especular, al que señala nuestro entorno más cercano… Hablar de los textos que integran Plegaria para pirómanos es una empresa arriesgada; intentar explicarlos, una tarea tan difícil como inútil. Pero al menos nos tranquiliza saber que el lector no podrá sufrir ningún daño. La mejor literatura es la que está hecha a prueba de explicaciones.

«Grafía», el relato que abre la colección, desarrolla una brillante y elaborada metaficción de la que el texto es su primer reflejo. Un mosaico disimulado de citas y autores ―se nos revela en una nota― que informan una narración en las antípodas de esa Halma Tigredi en la que anidan mil escribidores mercenarios, condenados a remar en la galera del éxito de ventas. El cuento se articula en torno a tres modelos de escritor: un autor de culto con un nombre poco prometedor, Xavier Serio, otro que aspira a emularlo (el narrador, Erizo), y un tercero, Halma Tigredi, que es como la bestia de las siete cabezas y diez cuernos de ese Apocalipsis literario que se nos viene encima. Aunque los tres retratos son propiamente caricaturas, nos decantaremos por la del narrador, que al menos sabe resistirse a las tentaciones del maligno; es decir, a la de convertirse en uno de los mil demonios que habitan el alma sin alma de Halma Tigredi. Ya se sabe que el camino difícil es el único que merece la pena. En eso no se puede ser original. Mejor las manos limpias.

Nada más diferente a «Grafía» que el siguiente relato del libro, «El fango que suspira»: una dramática evocación de la soledad que padecen algunas personas mayores. Una narración suscitada por el caso concreto de una anciana que fallece olvidada en su domicilio: una noticia demasiado habitual en los periódicos que Eloy Tizón trasciende alumbrando una meditación que nos concierne a todos (el título no puede ser más significativo). Una parte importante del texto da cuenta de la indiferencia con la que el mundo responde a dicha pérdida: los engranajes administrativos que se ponen en marcha, la remodelación del piso donde vivía la mujer, sus nuevos inquilinos… Como la caída de Ícaro en el célebre cuadro de Brueghel, nuestra salida de escena se produce en medio de una naturaleza indiferente que prosigue su camino. Pero lo que en la pintura del flamenco era una consoladora lección de estoicismo, en nuestro caso particular se ve ensombrecida por el patético espectáculo de los restos que dejamos atrás, testigos de la fragilidad de nuestros anhelos: un motivo que Eloy Tizón glosa en unas páginas muy cercanas y llenas de sentimiento («alguien distribuirá la casa en bolsas»). Morimos doblemente. Una historia que nos toca muy adentro y que nos pone en la piel de quienes caminan por delante de nosotros.

El siguiente relato, «Agudeza», está construido de manera bastante compleja, y supone un nuevo punto y aparte en el guion del libro. Dos historias en una, pero de carácter muy diferente, narradas con gran riqueza verbal y un acusado humorismo (de ese que duele un poco) por un abnegado integrante de la tribu de los tímidos; es decir, por uno de esos en los que hace presa fácil la fiera acechante de las oportunidades perdidas y el miedo a triunfar. Una especie de gatillazo emocional ha impelido al narrador a emprender una inesperada huida, nada decorosa, de una cena romántica –quizás demasiado perfecta– que se estaba oficiando a borde de un barco. Casi de inmediato, los sentimientos de culpa hacen presa en él, transformando su relato en un doloroso examen de conciencia que no arroja pecados, sino algo quizás mucho peor. La virtud y la simpleza, como lo sublime y lo ridículo, caminan siempre peligrosamente juntos. De cuando el triunfo puede doler tanto como un par de lentillas mal puestas. Algo así como lo que concluía Borges en su soneto a Emerson: «desearía ser otro hombre». Pero ya es demasiado tarde y quizás no merezca la pena.

«Dichosos los ojos» es un texto más lírico que narrativo: una celebración casi épica del valor que esconde lo cotidiano. Una suerte de inventario jubiloso donde lo bueno y lo menos bueno de la vida son como las notas de una sinfonía cuyo significado ―esto es lo mejor― no acertamos a comprender en su totalidad. Los árboles no dejan ver el bosque, pero algunos son muy bellos y con eso nos va bastando. O dicho de otra manera: no podemos contemplar el tapiz completo, pero sí admirar algunas de sus partes. Que tenga o no tenga un sentido superior es algo que se nos escapa por el momento, pero ¿por qué no soñar con que sí lo tiene? Un nuevo cambio de rumbo nos conduce a «Mi vida entre caníbales», una enigmática fábula protagonizada por unas educandas muy desmelenadas y aceleradas, internas de un colegio religioso, que ensayan en el sótano un drama teológico que lleva el peligroso y equívoco título de Los infortunios de la Virtud. Como era de esperar con tales mimbres, algo se tuerce entre bastidores: el sospechoso hombre de los caramelos desaparece, los vídeos son secuestrados por orden judicial y la trama ―me temo― queda bajo secreto de sumario. El relato se repliega sobre sí mismo (quizás como un erizo) y al lector se le deja con un merecido palmo de narices. No sé si el teatro es la vida (o la vida es un teatrillo), pero no me extraña nada que al final tan solo nos quede «el cuento». De la dificultad de amaestrar a las pulgas para que no salten.

Un nuevo golpe de timón y nos adentraremos en un relato de porte autobiográfico. «Ni siquiera monstruos» constituye un virtuoso ejercicio literario que, más allá de la exposición de algunos hechos particulares, se propone abrir una causa general contra todos esos avatares de la vida que nos lo ponen tan difícil. Una indagación protagonizada por un fotógrafo en crisis (el amigo Erizo) que anda enfrascado en la complicada tarea de averiguar cuál fue la china que le hizo tropezar y darse de bruces contra el suelo. «A partir de cierto punto, todo es caída». ¿Pero cuándo? Un relato empeñado en dar cuenta de ese efecto mariposa que rige nuestro destino, de esas pequeñas cosas inoportunas que nos lo fastidian, y que en el caso concreto del narrador bien pudieron ser, por un lado, un trauma escolar sufrido en edad temprana, y por el otro, una crisis familiar desencadenada por un «descuido» sin aparente importancia. O quizás fueran otros. ¡No lo sabemos! Y es que, huérfanos de toda providencia, con el caos como único aparejo para regir nuestra derrota, escribimos una biografía que hasta a nosotros mismos nos parece descabellada. «A veces lleva toda la vida encontrar una respuesta y, cuando al fin lo consigues, ya ha cambiado la pregunta».

«Anisópteros» se nos presenta como un relato enigmático y oscuro (transitamos el camino opuesto a «Dichosos los ojos»), muy diferente a cualquiera de los anteriores: una angustiosa pesadilla (o quizás algo peor) sobre la que parece pendular en todo momento una ominosa «nostalgia del cuerpo». Un diálogo incorpóreo y fantasmal (¿no será un monólogo?), preñado de recuerdos y alucinaciones, en torno a «lo que está vivo de la muerte, su entraña cruda, que chilla». ¡Un cuento de verdadero terror! Sin desembarazarnos por completo de las pesadillas nos sumergiremos en el siguiente relato, «Cárpatos», escrito con un admirable derroche de imaginación y fantasía, no falto tampoco de algunas gotas de humor. Una droga consumida en la barra de un tugurio con nombre transilvano catapulta al narrador a sudar la gota gorda en lo que parece ser un campo de instrucción de guerrilleros, un reality en plena selva o un cursillo de preparacionistas. Un relato de tintes paródicos, con algunos toques surrealistas (como la aparición del alce en el interior de la mina), que no es sino un capítulo más de las tribulaciones de Erizo, para quien la vida tiene todas las características de un contrato firmado sin haber leído antes la letra pequeña. A estas alturas del libro ya hemos descubierto que cada relato nos invita a correr una aventura tan diferente como impredecible. Cada cuento de Eloy Tizón es un túnel en el que entramos sin saber qué veremos dentro ni por dónde saldremos. ¡Bendita literatura!

Cierra el volumen uno de los textos más ricos en reflexiones del libro, «Confirmación del susurro», que toma el disfraz epistolar para escudriñar las entretelas de un cantautor retirado (songwriter), tan pasado de rosca como lúcido, que permanece recluido en lo que parece ser (pecando un poco de malpensados) una exclusiva clínica de desintoxicación (Mount Baldy). La misiva que dirige a una tal Marianne está cargada hasta los topes de la nostalgia del recuerdo, y es crónica tanto de amores como de odios (la historia del paparazzi Morfo). Una carta imbuida de esa clarividencia que solo se conquista a golpes de desengaño. «La vida está creada de tal manera que es imposible alcanzar conclusión alguna». Pues eso mismo.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

«Me reafirmé en mi idea: Halma Tigredi era una catedral. Un puzle. Un relato colectivo y polisémico erigido piedra a piedra con los esfuerzos mancomunados de una pandilla de mercenarios dispersos.  Y el negocio que me estaban proponiendo aquella tarde, en aquel gabinete de lectura de la biblioteca pública de Rotonda, con toda la pujanza de las madreselvas, los atardeceres malvas y las armaduras metálicas, no era otro que entrar a formar parte de esta nueva masonería, o logia, consagrada a santificar a su diosa. Había algo feudal en todo aquello, incluso artúrico o templario. Con un escalofrío presentí que pretendían convertirme en una gárgola, un púlpito o una pila bautismal del tiempo de las Cruzadas».
«Encadenado a la misma ventanilla de siempre, divisas y domiciliaciones, subrogaciones y renta per cápita, volcado de datos y fluctuaciones del euríbor, ahora sube ahora baja una décima, acordándome de mi recomendadora Virucha Trigales y su mueca de asco y sus traducciones fumadas, aislado en mi burbuja con ficus, aparte, entre dos columnas, tú a lo tuyo, Erizo, ajeno a chismorreos y conspiraciones de máquina del café, porque vivir también es eso: vivir es no enterarse».

«Paisaje con la caída de Ícaro» (c. 1558), de Pieter Brueghel el Viejo

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La Ilíada o el poema de la fuerza, de Simone Weil

Una característica peculiar de los grandes textos de la literatura universal es la de reunir en sus páginas un amplio resumen del mundo en el que nacieron. El Quijote, la Divina Comedia o La Regenta ―por citar solo algunos ejemplos― pueden ser abordados desde muy diferentes perspectivas, rindiendo siempre un valioso caudal de información, variada e integrada artísticamente en el conjunto de la obra. La épica antigua griega no es una excepción, y basta con leer el libro de Finley, El mundo de Odiseo, para cerciorarse de la riqueza de información que contiene el corpus homérico. Dicha abundancia, que convierte a determinadas obras maestras en verdaderos microcosmos, no implica, claro está, que aproximaciones más particulares, incluso subjetivas, no resulten también significativas, ni queden necesariamente relegadas al árido ámbito de la especialización académica. El trabajo de Simone Weil (1909-1943) que analizamos, La Ilíada o el poema de la fuerza, contempla la epopeya homérica desde un punto de vista muy concreto: el de la violencia que se ejerce sobre los individuos. Un enfoque nada sorprendente para un poema épico que narra un enfrentamiento bélico y que ha sido, a lo largo de la historia, una inagotable cantera de reflexiones ―muchas veces controvertidas― en torno a la guerra y al uso de la fuerza. Para Weil, el poema homérico no constituye un elogio de la guerra o del espíritu heroico («una actitud teatral y manchada de jactancia»), sino la constatación del amargo destino de los hombres, juguetes de una ferocidad ciega y sin medida de la que no parecen ser conscientes y que, más pronto que tarde, se vuelve contra quienes la ejecutan. Ya veamos en la Ilíada un «documento» de épocas pasadas ―supuestamente superadas― o un «espejo» de la actual, Weil recalca el interés que tiene en pleno siglo XX un poema al que considera «la única epopeya verdadera que posee Occidente», y que desde una equidistancia casi perfecta entre los dos bandos contendientes nos retrata los horrores de la guerra sin engaños ni disfraces que la embellezcan.

La editorial Trotta, que ha dado una amplia acogida en su catálogo a la obra de Simone Weil, nos ofrece ahora una primera edición exenta de este breve ensayo, al que se añade, a modo de apéndice, una selección de apuntes y borradores afines procedentes de sus Diarios. El texto, iniciado en 1936, no vería la luz hasta cinco años después, publicado bajo el seudónimo de Émile Novis (anagrama de su nombre) en la revista Cahiers du Sud («L’Iliade où le poème de la force», núms. 230-1, 1940-1941). El ensayo de Simone Weil se nos presenta como una meditación bastante libre: un análisis subjetivo entreverado de citas cuya lectura no es uno de sus menores alicientes. La belleza y profundidad de los textos homéricos, en alternancia con las lúcidas glosas de Weil nos mantienen encadenados a una lectura tan gozosa como pedagógica. Es el suyo un comentario apasionado ―posiblemente polémico―, el propio de una mujer comprometida que vivió una de las etapas más convulsas de nuestra historia reciente. La mirada de Weil no es desde luego la de una arqueóloga. Tampoco la de una mitóloga o una filóloga. Su visión del poema homérico es la de una humanista, testigo privilegiado de un momento histórico marcado por la destrucción y el odio, que vuelve su mirada al pasado buscando una luz que le permita comprender el horror que la rodea. Su texto es una prueba más de que las obras cardinales de nuestra cultura son precisamente aquellas que en los momentos difíciles pueden erigirse en faros que nos alumbren el camino.

La idea crucial del ensayo de Weil es que la fuerza convierte al ser humano que la padece en un objeto inanimado, en una cosa. La fuerza que mata es la más grosera y extrema de todas, la que transforma en cadáver a un hombre. Pero también son posibles otros ejercicios de violencia que, sin matar todavía, convierten al hombre que los sufre en una piedra, cumpliéndose así la terrible paradoja «de transformar en cosa a un hombre que está vivo». El guerrero desarmado y vencido, que tiende sin apenas esperanza sus brazos de suplicante, representa para Weil una imagen que anticipa y retrata con fidelidad―por su inmovilidad― una muerte casi inevitable. Esta figura del suplicante, habitual en el mundo heroico homérico, encuentra su más patética narración en el episodio de la derrota de Héctor a manos de Aquiles. La estampa de un hombre sometido a esta servidumbre de la súplica hiela la sangre de quienes la contemplan tanto o más que la visión de un cadáver. Una situación, en cualquier caso, transitoria, que enseguida se decantará en una u otra dirección, la muerte o el perdón. Un tercer uso de la fuerza es el que convierte a un ser humano libre en esclavo permanente: «una muerte que se estira a lo largo de toda una vida». El horror que representa el horizonte de una vida de esclavitud ―de mujeres y niños en particular― es expuesto por la autora como comentario a una selección de fragmentos homéricos de un enorme dramatismo. Esta fuerza, que nos condena a protagonizar una existencia de la que ya no somos dueños, tan solo es superada, según Weil, por el poder de la propia Naturaleza, que obliga al esclavo o a la viuda prisionera del héroe a comer el pan que le impedirá salvarse mediante la muerte, asumiendo así su destino de muerto en vida: detalle en el que la filósofa francesa ve el máximo exponente de la miseria humana.

Otra idea importante en el análisis de Weil es que esta fuerza que mata o inmoviliza carece de amo, pues no existe un solo hombre sobre la tierra que en algún momento de su vida no se vea sometido a su tiranía. Todos los héroes homéricos sin excepción se ven atrapados en una espiral sin fin en la que alternan los momentos de dominio y de sumisión. Los guerreros ejercen su violencia sin reflexión alguna, sin reparar en que «las consecuencias de sus actos les harán doblegarse a su vez», pues los papeles de verdugo y víctima no están repartidos en bandos inamovibles. Es como si la fuerza volviera ciego a quien la detenta: «la tentación del exceso […] es casi irresistible», y «las palabras razonables caen en el vacío». De ahí los vaivenes continuos de la contienda, que la autora analiza bajo esta perspectiva, y que encuentran su culminación en la muerte de Héctor. De este horror brota precisamente la enseñanza del poema, que se resume para Weil en el concepto griego de Némesis. Es el «castigo de rigor geométrico que sanciona automáticamente el abuso de la fuerza», como se expresa en el terrible verso: «Ares es justo, y mata a los que matan». Pero la fuerza, además de no estar repartida con carácter exclusivo, posee también una cualidad decisiva para su perpetuación, la de «petrificar» no solo al que la sufre, sino también al que la ejerce. El dolor que inflige la guerra sobre sus protagonistas solo se hace soportable si desemboca en la destrucción del enemigo o, en su defecto, en una «sombría emulación del morir» de los compañeros. Esta dualidad de la fuerza, que no distingue entre vencedores y vencidos, es un requisito necesario para que el horror de la guerra pueda prolongarse en un ciclo interminable de acciones y reacciones del que nadie puede escapar. Solo así es comprensible (y solo así, tal vez, sea tolerable) pensar en la guerra sin abominar del ser humano. Quizás por ello los antiguos griegos consideraban a los dioses, con sus caprichos y rencillas internas, los verdaderos culpables de la guerra, sus instigadores.

Pero no todo cuanto sucede en la Ilíada aparece matizado por los tonos sombríos de la violencia y la fuerza. Weil resalta también algunos «momentos luminosos», los correspondientes al mundo de la paz, que cumplen la función de enfatizar, por contraste, los lances de mayor brutalidad o dolor. A esta esfera apartada de la guerra pertenecen las escenas hogareñas o de amistad. Para Weil, los hombres «encuentran su alma» en aquellos momentos en que aman. Tanto el amor conyugal como la amistad o el respeto a los sagrados valores de la hospitalidad representan las facetas más humanas del poema. Además, sobre los episodios de mayor violencia, el poema proyecta una luz que suaviza sus perfiles, y que se concreta en un sutil «acento de amargura incurable» que modula su narración: una suerte de ternura que se extiende a los seres humanos en su conjunto, sin despreciar ni subordinar a ninguno, y que lamenta todo cuanto se destruye. Es precisamente sobre este mundo más humano, el que comprende todo lo amenazado por la guerra, donde mejor se expresa la poesía del poema. Otro rasgo muy importante del texto homérico, relacionado con todo lo anterior, es el de su extraordinaria equidad. Señala Weil que el poema podría haber sido escrito lo mismo en Troya que en Grecia. Para Weil, la destrucción de una ciudad es una de las mayores calamidades imaginables ―la autora debió de ser testigo de más de una―; y la mejor prueba de la neutralidad del poema es que el final de Troya se narre en sus versos con tanto patetismo y dolor como si hubiera sido el de una ciudad griega. También en esto el poema nos da una lección.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

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«Tal es la naturaleza de la fuerza. El poder que posee de transformar a los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos; petrifica de forma diferente, pero tanto a unos como a otros, las almas de quienes la sufren y de quienes la manejan […] Las batallas no se deciden entre los hombres que calculan, reflexionan, toman una resolución y la ejecutan, sino entre hombres despojados de esas facultades, transformados, caídos en el nivel de la materia inerte que no es más que pasividad, o el de las fuerzas ciegas que no son sino impulso. Ese es el secreto último de la guerra, y la Ilíada lo expresa mediante sus comparaciones, en las que los guerreros aparecen como semejantes al incendio, la inundación, el viento, los animales feroces, a cualquier causa ciega de desastre, o bien a animales perezosos, árboles, agua, arena, a todo lo que es movido por la violencia de las fuerzas exteriores.»
«La fría brutalidad de los hechos de guerra no aparece disfrazada con nada, porque ni vencedores ni vencidos son admirados, despreciados u odiados. El destino y los dioses deciden casi siempre la suerte cambiante de los combates. En los límites asignados por el destino, los dioses disponen soberanamente de la victoria y la derrota; son ellos quienes continuamente provocan las locuras y las traiciones que siempre impiden la paz; la guerra es su asunto propio, y ellos no tienen otro móvil que el capricho y la malicia. En cuanto a los guerreros, las comparaciones que les hacen aparecer, vencedores o vencidos, como animales o cosas no pueden provocar ni admiración ni desprecio, sino solamente el pesar de que los hombres puedan transformarse de ese modo.»
Traducción de Agustín López y María Tabuyo

Aquiles y Pentesilea

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Hilma af Klint, visionaria, de Daniel Birnbaum (et alii)

No deja de ser un tanto sorprendente que la obra de un artista de vanguardia despierte el aplauso de crítica y público muchos años después de su momento histórico, cuando sus valores estéticos han debido de perder una parte significativa de su cualidad innovadora. Y sin embargo, es un fenómeno nada inusual, que justificamos asegurando que el artista se adelantó demasiado a su tiempo, o bien, que su obra fue ignorada a causa de factores adversos meramente coyunturales, y corresponde ahora hacerle justicia. Si nos reducimos a estas dos posibilidades, la segunda es la que parece explicar mejor el prolongado olvido de una artista tan original e interesante como la sueca Hilma af Klint (1862-1944): una precursora del arte abstracto que despertó escasa atención en vida y que solo ha sido rescatada y puesta en valor en las últimas décadas. Y no hablamos de una recuperación exclusivamente académica, oficiada por una minoría de estudiosos especializados que la señalan como un eslabón perdido en la historia del arte moderno, sino de un renacimiento verdadero, con todos los honores. Así lo demuestran tanto las exposiciones que ha merecido en los últimos años como el hecho significativo de que su obra cuente con seguidores y haya creado, incluso, una suerte de escuela. La explicación de este tardío reconocimiento quizás resida en el hecho de que muchos de los referentes culturales en los que se apoyaba su legado ―teosofía, antroposofía, etc.― gozan de un renovado interés en nuestros días. No hay mejor cápsula del tiempo para las ideas que el encarnarse en una obra artística valiosa. Arte y pensamiento se retroalimentan, asegurándose mutuamente su pervivencia. Pero de eso hablaremos más adelante.

El libro que acaba de publicar Atalanta, Hilma af Klint, visionaria, constituye un hito importante en la recuperación de la artista sueca, escasamente conocida en nuestro país. Un bellísimo volumen, de gran formato y generosamente ilustrado, que no solo nos posibilita disfrutar de la contemplación de una parte significativa de su obra artística, magníficamente reproducida, sino que también nos provee de las claves necesarias para comprenderla. Los textos acompañantes, escritos por prestigiosos conservadores y especialistas en historia del arte, proceden de un seminario que tuvo lugar en el Museo Guggenheim de Nueva York en 2018, con ocasión de la muestra Hilma af Klint: Paintings for the Future. El trabajo preliminar de Daniel Birnbaum (El increíble legado de Hilma af Klint) expone el estado en que se encuentra actualmente la recepción de la obra de la pintora sueca, todavía no del todo consolidada e inspiradora de una cierta perplejidad. Birnbaum dibuja la figura de una artista de gran originalidad, cuyo encaje en la pintura abstracta no resulta sencillo, pues si bien rompió con el paradigma naturalista, la mezcla de abstracción y figuración que aparece en muchas de sus obras señala una diferencia significativa. Los prejuicios contra las mujeres artistas que imperaban a comienzos del siglo XX, junto con el hecho de que Af Klint trabajara muy alejada de los circuitos donde se desarrollaba la tarea de otros pintores abstractos más famosos, determinarían la escasa difusión de su obra. Af Klint dejó un abultado conjunto de textos explicativos (unas trece mil páginas, distribuidas en numerosos cuadernos), cuyo estudio puede servirnos para comprender la compleja simbología de un legado artístico que se extiende a más de mil obras. Una tarea aún por completar, y que probablemente arrojará una mayor luz sobre su obra en años venideros.

Aunque Hilma af Klint solo se relacionó con un reducido grupo de artistas femeninas de su Estocolmo natal (el grupo de Las Cinco), Julia Voss rechaza en su ensayo (Cinco cosas que hay que saber sobre Hilma af Klint) la tesis de un aislamiento voluntario, y pone en valor las iniciativas de la artista para abrirse a un público más amplio; iniciativas que tuvieron, ciertamente, muy poco éxito. Ni tan siquiera su admirado Rudolf Steiner, con el que mantuvo repetidos encuentros, mostró interés alguno por su producción artística. La única muestra relevante de su obra tuvo lugar en el seno de la Conferencia Mundial de Ciencia Espiritual (Londres, 1928). Aunque logró mostrar algunas de sus pinturas e incluso impartir una charla de presentación, no llegó a despertar el interés de la crítica ni mereció reseña alguna. La propia artista no tardaría en ser consciente de que su legado quedaba encomendado al juicio de la posteridad. Así se desprende de las instrucciones que dejó escritas en su diario (1932), tal como lo refiere Julia Voss: «todas las obras que lleven este signo [+x] no deben abrirse hasta veinte años después de mi muerte». ¡Rudolf Steiner le había aconsejado que fueran cincuenta! Además de repasar brevemente los viajes de Af Klint (en especial, el que la puso en contacto con el Renacimiento en Florencia), Julia Voss señala dos aspectos de su biografía que fueron muy determinantes en su trayectoria artística: por un lado, sus inquietudes y actividades espiritualistas; por otro, la impronta científica que recibió de la rama paterna de su familia, que contaba con eminentes cartógrafos. A principios del siglo pasado, ciencia y espiritualidad estaban mucho más unidas en el pensamiento común de lo que podríamos suponer hoy en día.

Tracey Bashkoff, por su parte, establece en su ensayo una comparativa entre Hilma af Klint y la artista alemana Hilla Rebay, a las que hermana bajo la etiqueta de «visionarias paralelas». Aunque no llegaron a conocerse, las dos mujeres protagonizaron trayectorias artísticas, coincidentes y divergentes, que resulta muy ilustrativo contrastar. Hilla Rebay (1890-1967) compartía similares concepciones artísticas e ideológicas a las de su colega sueca, y se mostró también muy influida por la teosofía, la antroposofía de Rudolf Steiner o las pinturas de Kandinsky. Sus diferencias son las que median entre una artista cosmopolita, plenamente integrada en el mundillo del arte, y una mujer aislada como Af Klint. Pero el elemento en común que desea subrayar Bashkoff es la importancia que las dos artistas conceden al espacio donde se muestra la obra, que va mucho más allá de un simple escenario. Af Klint acarició la idea de contar con un espacio propio, un «templo» del que dejó bocetos en sus cuadernos y para el que compuso sus denominadas Pinturas para el templo (193 piezas, correspondientes a tres series y terminadas en 1915). Este «sueño», que Hilla Rebay compartía, se hizo realidad en el Guggenheim de Nueva York, un proyecto ejecutado por el arquitecto Frank Lloyd Wrigth que ella asesoró. El estudio de Bashkoff enfatiza los rasgos comunes de ambos diseños (aunque del templo de Af Klint solo conservamos mínimos bosquejos y explicaciones), y que podríamos resumir en la preeminencia de la espiral (tal como se aprecia en las rampas ascendentes del museo neoyorkino). Este deseo de contar con un templo donde la obra artística se conservara y se transmitiera de la manera más efectiva a un público devoto es comparable ―me parece― al que propició la construcción del Festspielhaus de Bayreuth: un verdadero santuario hacia el que peregrinaban los melómanos y wagnerianos del mundo entero, y que fuera construido para servir en exclusiva a las concepciones artísticas del compositor y a las particularidades de su música.

Isaac Lubelsky traza en su contribución (Nueva York, 1875: el nacimiento de la teosofía) un sucinto resumen de los orígenes de la teosofía, imprescindible para poder entender la obra de Af Klint, que militó en la Logia Sueca de la Sociedad Teosófica. Fundada en Nueva York (1875) por Madame Blavatsky y el coronel Henry Steel Olcott, la Sociedad Teosófica influiría a su vez en la creación de la Sociedad Antroposófica de Rudolf Steiner, una personalidad de referencia para Af Klint. La teosofía pretendía propiciar un reencuentro entre la filosofía occidental y la oriental, en un momento en que esta última era muy poco valorada en Occidente. Se fundamentaba en la creencia de que las distintas religiones, aunque procedentes de un tronco común, se habían ido distanciando y corrompiendo conforme se transformaban en instituciones meramente seculares. Cumplía sacar a la luz su núcleo compartido de verdad. Aunque Lubelsky no deja de reconocer la «atmósfera un tanto dudosa que caracterizó las primeras actividades teosóficas», así como el hecho de que su contribución al pensamiento moderno «dista de ser apreciada plenamente hoy en día», considera de estricta justicia reconocerle algunos logros incontestables. La teosofía impulsó un nuevo interés por las religiones orientales, desplazando a Egipto por la India como territorio de exploración espiritual en Occidente, un interés que hoy en día permanece extraordinariamente vivo, incluso a nivel popular. La teosofía facilitaba, además, una vía para vivir la espiritualidad de manera privada, alejada de los dogmas autoritarios de las iglesias convencionales. También subraya Lubelsky el programa feminista de la Sociedad Teosófica, fundada y dirigida por mujeres, como la propia Blavatsky o su sucesora, Annie Besant. A este respecto cabe recordar el círculo de artistas femeninas (Las cinco) en el que se desarrolló la actividad de Af Klint en Estocolmo.

El trabajo de Linda Dalrymple Henderson (Hilma af Klint y lo invisible en el dominio ocultista y científico de su tiempo) complementa el estudio de Lubelsky analizando el componente científico presente en el pensamiento y la obra de la pintora sueca. Algunos descubrimientos de finales del siglo XIX, como los rayos X, el electrón o la radiactividad, sirvieron de inspiración a los teósofos y artistas abstractos, pues ponían de manifiesto «la existencia de realidades invisibles al ojo humano». El trabajo de Henderson ahonda sobre todo en dos conceptos que ejercieron una notable influencia en la obra de Af Klint: el éter y la cuarta dimensión. La teoría del éter, respaldada por el descubrimiento de las ondas electromagnéticas por Heinrich Hertz en 1888 (y la casi inmediata invención de la telegrafía sin hilos), tuvo una notable importancia en el pensamiento teosófico, y le sirvió a la pintora sueca como fuente de inspiración para algunos de sus trabajos, como se aprecia en la serie Parsifal. Por otra parte, la existencia de una dimensión adicional a la que experimentamos en nuestra vida cotidiana posibilitaba la creencia en una «imperceptible realidad superior», abriendo así la puerta al denominado plano astral. El uso de las formas geométricas por Af Klint a partir de 1912 (como el hipercubo desplegado que vemos en la serie El cisne) sería su respuesta plástica a las elucubraciones teóricas que definían esa nueva dimensión, tal como aparecían expresadas en las obras del matemático Charles H. Hinton (el autor de Relatos científicos) y Rudolf Steiner. Este profundo análisis de Henderson, que desciende al comentario pormenorizado de algunas obras de Af Klint, la autoriza a concluir que la obra de la pintora sueca compartía idéntica atención a las «realidades invisibles» que Kandinsky, Mondrian, Malévich o Kupka.

El descubrimiento tardío de Hilma af Klint, cuando los estudios sobre el influjo de la teosofía y otras corrientes espiritualistas alternativas sobre el arte abstracto y de vanguardia estaban más desarrollados, ha obrado como una suerte de confirmación. El legado de la artista sueca no se puede comprender sino a la luz de dichas creencias. Marco Pasi, en el ensayo que cierra el volumen (Formas de pensamiento a posteriori: la Teosofía en el arte moderno y contemporáneo), se propone analizar brevemente la obra de algunos artistas actuales que manejan «conceptos y materiales visuales» relacionables con los que utilizaba Af Klint. Su trabajo se circunscribe a obras pertenecientes al establishment del arte contemporáneo, y cuyas referencias a la teosofía ―tomada en un sentido amplio― son explícitas. El estudio comprende no solo artistas como Goshka Macuga, Santiago Borja, Lea Porsager, Christine Ödlund y Jennifer Tee, sino también conservadores, exposiciones y publicaciones especializadas. Pasi subraya la preponderancia de artistas femeninas en dicho elenco, algunas muy conocedoras de la obra de Af Klint. Otro dato importante subrayado por Pasi es que los materiales teosóficos empleados en la actualidad proceden en su mayoría de la historia temprana del movimiento, cuando gozaba de una mayor relevancia social. La figura de Blavatsky, así como el libro Formas del pensamiento, de Annie Besant y Charles W. Leadbeater, son motivos y fuentes recurrentes de inspiración. Ahora bien, si estos referentes no son, desde luego, de rabiosa actualidad, la labor artística que inspiran tampoco es comparable a la de los primeros pintores abstractos, pues los artistas aludidos se mueven en un contexto perfectamente normalizado y nada revolucionario: el de las instalaciones y las performances. Lo importante para ellos es la alusión a un episodio del pasado que consideran relevante para su presente, digno de ser rescatado o, al menos, evocado. En este contexto no parece extraño que la figura de Af Klint haya adquirido el significado y valor de una verdadera pionera.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«Para hallar un significado al uso de la Teosofía en el arte contemporáneo debemos buscar en otro lugar: en el deseo de recrear una historia que se percibe como enormemente significativa a causa de sus repercusiones sociales, culturales, psicológicas e incluso políticas. Hay, por consiguiente, una consciencia histórica que trata de reactivar ciertos momentos relevantes del pasado, posiblemente como parte de una crítica implícita del presente». (Marco Pasi).
«Af Klint estaba ligada a las mismas subestructuras culturales internacionales centradas en las realidades invisibles que Kandinsky, Mondrian, Malévich y Kupka. La recuperación de ese contexto de ciencia popular y ocultismo, que abarca la teosofía, el espiritualismo y los escritos de Du Prel, ofrece nuevas pistas cruciales para ayudar a los espectadores del siglo XXI a comprender las pinturas de esta artista visionaria de enorme originalidad.» (Linda Dalrymple Henderson).
«Por un lado, su ruptura con el paradigma naturalista de la pintura que enseñaban en las academias de arte de toda Europa es en muchos aspectos comparable a la que llevaron a cabo los artistas tradicionalmente considerados como los pioneros de la abstracción. Pero, por otro lado, a diferencia de sus contemporáneos varones, que expusieron en abundancia, publicaron manifiestos, elaboraron programas docentes y combinaron su interés por lo metafísico con la política y la fundación de instituciones, Af Klint trabajó casi aislada, si dejamos al margen su relación con un grupo de mujeres que se reunían semanalmente en un estudio de Estocolmo para comunicarse con espíritus. En otras palabras, su versión de lo no figurativo apenas se apoyó en diálogo público alguno». (Daniel Birnbaum).
Traducciones de Francisco López Martín

El Cisne, nº 8 (1915)

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Epigramas, de Carlos Díaz Dufoo, hijo

El mexicano Carlos Díaz Dufoo (1888-1932) representa un magnífico ejemplo de esa clase de escritores que en vida permanecieron voluntariamente apartados de los círculos literarios, motivo por el cual su obra no obtuvo ni el reconocimiento ni la difusión merecidos. En ocasiones, el paso del tiempo les hace justicia, los saca del olvido e incluso les restituye, a posteriori, los honores literarios que nunca disfrutaron. O al menos así nos gusta creerlo a nosotros, todavía partícipes de esa ilusión romántica de que la Fama confiere una suerte de inmortalidad. Beethoven fue uno de los primeros artistas que remitió su obra al certero juicio de los siglos venideros, al que contraponía el dictamen extraviado de sus contemporáneos, influido por tantas rémoras coyunturales y una falta de perspectiva. En su novelita Enoch Soames (1919), Max Beerbohm satirizaba la figura de un oscuro literato obsesionado por la Fama, que anhelaba viajar al futuro para descubrir si su nombre se había borrado o no del libro de la historia. Aunque, según parece, Díaz Dufoo no acariciaba tales fantasías de reconocimiento (como buen estoico, las despreciaba), lo cierto es que a nosotros nos encanta leer su obra bajo dicha perspectiva, y celebramos como una suerte de reparación póstuma esta bellísima aparición, auspiciada por la editorial gaditana Firmamento, de un texto que permanecía incomprensiblemente inédito en España, Epigramas (París, 1927). El acto de leerlo se reviste de una cierta solemnidad: ¡formamos parte de esa posteridad atenta a la que el autor quizás apelaba en su amargo aislamiento! Aunque menores, el lector también alimenta algunas vanidades.

Epigramas es un libro que goza de esa gloriosa consistencia que no permite apurar la belleza de un solo trago. Un libro de pocas páginas, pero favorecidas de una admirable densidad: un acopio de deleitosa lectura que nos acompañará durante muchos días. Unos textos acreedores de la más gozosa relectura, que con cada nuevo examen nos revelan más y más valores y significados. Carlos Díaz Dufoo, hijo (es preciso diferenciarlo de su homónimo padre, de existencia y renombre más dilatados) se acoge a la venerable forma griega del epigrama para brindarnos un conjunto de textos marcados por la brevedad y la agudeza («Larga agonía de un mal imaginario»), en ocasiones cercanos o coincidentes con el aforismo; pero también con la reflexión, la máxima, la definición, la fábula o la minificción de fondo ético o filosófico. En muchas de estas prosas breves, cuidadosamente cinceladas, brilla una ironía inteligente y sutil, nada descarnada, que contribuye a dulcificar la amargura del pensamiento al que sirven («Su vocación es soberana: compone música en un mundo de sordos»). La edición que nos ofrece Firmamento incluye, además de los textos que conforman Epigramas, otras dos interesantes aportaciones del mexicano, Ensayo sobre una estética de lo cursi y Diálogo contra el éxito literario, imprescindibles para completar nuestra visión del que fuera definido como «el aforista desconocido». Un anonimato que no le ha impedido ser reconocido y valorado positivamente por autores tan insignes como Alfonso Reyes, Julio Torri o, en nuestros días, Enrique Vila-Matas.

De muy variada extensión y conformación, los textos que integran Epigramas andan lejos de ofrecer una monótona e invariable uniformidad. En muchas ocasiones adoptan la forma de una descripción en tercera persona de un tipo humano que ejemplifica una carencia esencial. También puede tratarse de un personaje mitológico interpretado bajo una nueva luz. Es el caso de Prometeo, una figura heroica para Dufoo («Para Prometeo el castigo es la sujeción, no el buitre»), que reaparece en varios de sus textos encarnando los valores humanos más preciados y perdidos; o el de Sísifo, cuyo castigo manifiesta una nobleza que ya no somos capaces de apreciar. Otras veces encontramos en Epigramas breves textos dialogados, a modo de debate filosófico o ético; en ocasiones reducidos al enunciado de una tesis seguida de una escueta refutación, obra de una segunda voz anónima que corresponde al autor. En Epitafio Dufoo parodia la célebre forma griega para transmitirnos un testamento ético y estético: el desprecio de las vanidades de la fama y el poder. No dejar huella, desaparecer como «una música lejana en un oído inatento» constituye su última voluntad. El pensamiento del autor también puede disfrazarse de una fábula distópica en la que nos retrata una humanidad futura despersonalizada. Dos de los textos más extensos de Epigramas adoptan dicha forma, El vendedor de inquietudes y En los tiempos futuros: dos visiones complementarias de una misma sociedad futura donde las emociones humanas, o bien es preciso comprarlas, o bien son despreciadas. El rechazo a la cómoda medianía de las emociones es un tema que reaparece en otros textos del autor, pues «el dolor y la alegría deben tomarse a chorros».

Si los epigramas de Dufoo manifiestan formas muy variadas, también sus asuntos son diversos en similar medida. Aunque encontramos algunas reflexiones sobre la literatura, la lectura (El mal lector) o incluso sobre la música, predominan las de índole filosófica y ética. Disquisiciones sobre el libre albedrío, el noúmeno o la paradoja de Aquiles y la tortuga se codean con textos que ponen el acento en las contradicciones y limitaciones de la condición humana. «Nunca entraremos en un río nuevo», afirma Dufoo, rectificando la famosa aserción de Heráclito. Nuestra debilidad es tan aguda que necesitamos comprar, a cualquier precio, certezas que nos permitan vivir, ya sea construyéndonos «un pequeño refugio, animal y seguro», o bien dulcificando la realidad mediante una luz engañosa («Contempla su alma a la luz de la luna»). La invariable postergación del cumplimiento de nuestros deseos es otra de las miserias que arrastramos en nuestra lucha diaria, así como el fútil anhelo de una longevidad estéril (satirizado como «Back to Methuselah»; no olvidemos que Dufoo puso voluntario fin a su vida a los 44 años). También soportamos una equivocada noción de la bondad, o una gratitud sujeta a cálculo que no es sino «caridad reducida a proporciones comerciales, el bien hecho teneduría de libros». Otro tema de meditación para el mexicano es la defensa de los valores individuales: la dificultad que entraña en el mundo actual desarrollar una humanidad propia y no impostada. Esta alabanza a lo subjetivo, estrechamente relacionada con el desprecio a la fama (una especie de medalla que nos imponen los demás), conlleva también la crítica al concepto de autoridad, así como la repulsa del pensamiento acomodaticio, de las componendas morales, religiosas o filosóficas que nos inventamos para construir «un puerto seguro, al abrigo de los vientos de la fortuna». Todas estas carencias Dufoo las resume en una crítica general al pensamiento del hombre moderno, que se ciñe al detalle ignorando el conjunto, depositario de un conocimiento sin alma («sabio de un mundo sin música»), víctima inconsciente del «desastre de la perfección minuciosa».

Como ya anticipamos, el libro de Epigramas se completa con dos textos más extensos y de gran interés. El primero de ellos, Ensayo sobre una estética de lo cursi (La Nave, 1916), configura una reflexión de primer orden sobre el concepto de belleza: un mundo de valores subjetivos del que somos «demiurgos inconscientes». La indagación sobre un fenómeno aparentemente negativo, como es el de lo cursi, le permite al autor una aproximación indirecta, pero fructífera y muy fundamentada, a los valores estéticos. Lo cursi es básicamente aquello que degrada una forma estética más elevada, pero sin apartarse demasiado de ella. Sentimientos como el dolor o el amor a la naturaleza, que tan excelentes recreaciones artísticas han merecido a lo largo de los siglos, son habituales desencadenantes del discurso cursi, cifrado en una especie de querer y no poder estéticos. Algo similar a lo que sucede cuando se pretende presumir de una elegancia que se desconoce y se persigue por medios inadecuados. Como todos los valores estéticos, también lo cursi es subjetivo, y no todos lo perciben como tal. Porque, a diferencia del «arte vulgar» que «nada oculta», lo cursi es «la moneda falsa de la estética», y el desagrado que nos provoca solo cesa cuando una degradación excesiva «le quita toda posibilidad de producir un efecto estético». Díaz Dufoo surte su ensayo de sabrosos ejemplos literarios y musicales de la más palmaria cursilería, así como de alusiones nada inocentes a escritores como Campoamor, los Álvarez Quintero o Vargas Vila.

El último texto recogido en el libro es un breve diálogo sobre las bondades y desventajas que entraña el éxito en la literatura. De una parte, el éxito es considerado una suerte de traición, un falso bien que degrada la obra del artista; de otra, una anhelada bendición que redime al autor de un exceso de individualismo, afinando su voz en la piedra de toque de la crítica y la difusión generalizada. Conocida la trayectoria del autor y leídos sus Epigramas, la deriva del diálogo no entraña sorpresa alguna. Con tan solo leer el titulo, Diálogo contra [y no sobre] el éxito literario (Revista Nueva, 1919) ya adivinamos hacia dónde se inclinan las convicciones del autor (aunque la disyuntiva no la resuelva otro juez que el propio lector). Es verdad que la segunda voz, la defensora del éxito literario, modula un discurso mesurado y razonable, pero la primera resulta más convincente, o al menos se expresa con una mayor vehemencia. En cualquier caso, coincidamos con una o con otra, no dejaremos de admirar la sutileza del diálogo, trufado de ingeniosas argumentaciones y aforismos («quien es demasiado aplaudido es mal interpretado»), como salpicado también de esa finísima ironía a la que antes aludíamos, y que ahora se reparte sobre los dos anónimos interlocutores (¿cómo no verterla sobre dos contendientes tan maximalistas en la defensa de sus respectivos puntos de vista?). Si parece difícil que este diálogo pudiera servir de aviso a los autores consagrados y exitosos ―a fin de que no incurrieran en aquella «incurable vanidad» de la que se burlaba Jonathan Swift―, quizás sí podría ofrecer, al menos, un consuelo a los que no lo son. Para Carlos Díaz Dufoo, en el árbol de la Fama las uvas siempre están verdes.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«El magnífico Cid del Poema, noble, generoso y realísimo actor de la epopeya castellana, se cambia por el éxito en el fanfarrón odioso de las Mocedades, personaje inconsciente cuyo contacto no pudo evitar una obra como el Romancero, cristiano colérico y caballero indigno que ceba su halcón en el palomar de Jimena.»
«Extranjero, yo no tuve un nombre glorioso. Mis abuelos no combatieron en Troya. Quizás en los demos rústicos del Ática, durante los festivales dionisíacos, vendieron a los viñadores lámparas de pico corto, negras y brillantes, y pintados con las heces del vino siguieron alegres la procesión de Eleuterio, hijo de Sémele. Mi voz no resonó en la asamblea para señalar los destinos de la república, ni en los symposia para crear mundos nuevos y sutiles. Mis acciones fueron oscuras y mis palabras insignificantes. Imítame, huye de Mnemosina, enemiga de los hombres, y mientras la hoja cae vivirás la vida de los dioses.» (Epitafio)
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